Llevo más de dos meses sin trabajar debido a la COVID-19. Trabajo en una residencia de jóvenes deportistas, ligada a un instituto. No podremos volver al trabajo hasta que no vuelvan a abrir los Institutos. Mientras tanto, me planteé cómo podía echar una mano ante las numerosas necesidades que iban apareciendo. Después de ofrecerme a Cáritas, me propusieron participar en un punto de distribución de alimentos, atendiendo familias que por primera vez se acercaban a la entidad debido a la pérdida o parada de sus trabajos provocada por la COVID-19. Hace más de un mes que colaboro en esta tarea. ¿Qué he observado desde este lugar?
Un 70% de las familias están formadas por personas inmigrantes “sin papeles”. Muchos de ellos llevan poco tiempo en nuestro país: algunos unos meses y otros menos de dos años. Los hay que llevan tres o más años y todavía no tienen papeles. Algunos habían presentado la documentación para regularizar su situación, pero la paralización administrativa les ha dejado congelados. Otros están a la espera de conseguir un contrato laboral de un año a jornada completa para poder presentarlos.
De este grupo, los que trabajaban lo hacían sin contrato y la pandemia les ha quitado la fuente de ingresos para ir tirando durante el día a día, ya que los trabajos que hacían han quedado parados: trabajos de cuidados, limpieza, construcción, etc.
Otro grupo importante es el de las personas que han sufrido un ERTE. Muchas trabajaban en la hostelería y la restauración. Solo algunos han cobrado el mes de marzo. Por lo tanto, hace más de un mes y medio que se encuentran sin ingresos. La angustia por no poder hacer frente a la alimentación, el pago de los suministros, de los alquileres de los pisos o habitaciones, etc., es muy alta.
Algunos casos más concretos. El de una madre con dos hijos adolescentes que hace seis meses que están en nuestro país. Aún no han conseguido empadronarse por las trabas burocráticas, a las que se ha añadido la nula atención presencial en las oficinas y que los medios telemáticos están colapsados. Resultado: los dos chicos no han podido escolarizarse y pierden todo el curso. Además de no tener acceso a los derechos básicos que otorga el empadronamiento.
Una chica joven que trabajaba en una tienda estaba de baja maternal cuando entró en vigor el paro por el estado de alarma. La pequeña empresa se acogió a un ERTE, pero se olvidaron de ella y no la incluyeron. Un “olvido” que la ha dejado a ella y sus dos hijos en el límite, en una habitación de alquiler de la que la amenazan con echar si no paga.
O el de varias personas con formación en educación y sanidad que se enfrentan a una misión casi imposible cuando intentan convalidar sus estudios.
Esta es la fotografía desde la atención directa a 120 familias. Es una fotografía fiel de una realidad laboral y social mucho más amplia. Como la punta de un iceberg. Esta realidad nos habla, a condición de que queramos verla y escucharla. Pero más importante aún es que sea vista y escuchada por los responsables políticos, para que puedan dar una respuesta decente a estas personas. La mayoría de ellas expresan que solo quieren vivir de su trabajo y viven con cierta vergüenza el hecho de tener que pedir ayuda…
Por eso, esta semana, cuando han vuelto por segunda vez a recoger los alimentos, he descubierto una lucecita de esperanza en los ojos y en su voz, porque han empezado a hacer algunas horas, o los han llamado del trabajo, por decirles que a finales de mes o principios de junio reanudarán la actividad y cuentan con ellos.
Una vez más, constatamos que el trabajo es mucho más que un puro medio para obtener recursos materiales para subsistir. Es una acción que expresa la dignidad y la autonomía personal y otorga un lugar social. ¿Lo tendrá en cuenta la “nueva normalidad”? ¿O esta solo significa seguir con las mismas condiciones laborales, pero con mascarilla y distancia física?