El ODS 10, reducción de las desigualdades, es clave para erradicar las situaciones de pobreza y exclusión social.
La desigualdad se ha instalado en nuestra sociedad y refleja las debilidades estructurales de nuestro modelo socioeconómico. Un modelo que no ha conseguido revertir las tasas de exclusión social desde la gran recesión de 2008. Al contrario, según el indicador de la Fundación FOESSA, en 2018 la exclusión en Cataluña afectaba al 17% de la población , y tres años después, con la irrupción de la COVID-19, aumentó hasta el 29%. Prácticamente, 2,3 millones de personas en situación de gran vulnerabilidad y alejadas de la situación de integración en nuestra sociedad.
Pero, ¿por qué necesitamos hablar de desigualdad cuando queremos hablar de la reducción de la pobreza y la exclusión? Porque las deficiencias estructurales de nuestro modelo socioeconómico dentro del ámbito laboral, de vivienda y de protección son generadoras de desigualdades y dividen a la población entre las personas que pueden acceder a un trabajo estable, una vivienda digna o una prestación, y aquella parte de la población que se queda fuera.
En concreto, además de un mercado laboral caracterizado por su dualidad, donde una parte de los trabajadores tienen unas condiciones tan precarias que a pesar de tener un trabajo no pueden llegar a fin de mes, y de unas políticas públicas en vivienda que no evitan que cerca de dos millones de personas en Cataluña vivan en vivienda insegura o inadecuada, cabe destacar también que las políticas de ingresos mínimos son un mecanismo que debería funcionar como última red de protección de las personas, y que en muchos casos no lo está haciendo. Es decir, mediante el acceso a una prestación de ingresos mínimos, que se concretan en el Ingreso Mínimo Vital y la Renta Garantizada de Ciudadanía, las personas deberían disponer de unos mínimos para poder garantizar la cobertura de las necesidades más básicas cuando no disponen de otra fuente de ingresos. Se trata de un derecho subjetivo, reconocido en las normativas catalana y estatal, y que, sin embargo, no está llegando a todo el que lo necesita: sólo una de cada tres personas en situación de pobreza severa la recibe.
Además, cuando hablamos de desigualdad, hay que tener en cuenta la que proviene del origen familiar. Se conoce como transmisión intergeneracional de la pobreza la incapacidad de las personas que han nacido en hogares desfavorecidos y con pocos recursos para poder mejorar sus condiciones de vida durante su trayectoria vital. Es decir, nacer y crecer en un entorno de pobreza dificulta a las personas poder cambiar su situación de partida. Esto es un atentado directo contra la igualdad de oportunidades y, por tanto, un motor de desigualdad del presente y del futuro. Los estudios nos muestran que los niños que han nacido y crecido con privaciones materiales severas, tienen el doble de probabilidad de convertirse en personas adultas en situación de exclusión social. Y con esto estamos al frente de los países europeos, es decir, somos uno de los países en los que el efecto directo del origen social es de los más elevados en la desigualdad intergeneracional. En concreto, según se desprende de la encuesta de condiciones de vida del INE, un tercio de los ingresos obtenidos por un adulto se explican por la familia en la que creció, una cifra superior a la media europea. Además, los hijos e hijas de personas con un nivel educativo más bajo muestran tasas de pobreza más elevadas que los nacidos en entornos de mayor nivel educativo. Es decir, los resultados que logramos a lo largo de nuestra vida tienen menos que ver con nuestro esfuerzo y mucho más con las circunstancias en las que hemos nacido y crecido.
En resumen, para poder garantizar una sociedad inclusiva en la que nadie quede excluido es clave la consecución del ODS 10, la reducción de las desigualdades. Y son necesarias políticas activas de empleo centradas en las personas más vulnerables, así como políticas públicas de vivienda, ingresos mínimos y de apoyo a las familias con niños y adolescentes.