Con calidez y las puertas abiertas me recibe Eduard Sala, director de Cáritas Diocesana de Barcelona. Es una conversación que me ha marcado, y confío en que también lo haga en ustedes. Nos encontramos en las oficinas de Cáritas, en el corazón de Barcelona, un lugar que refleja bien la misión de la entidad: estar en el centro de la vida y cerca de la gente. Podeis leer la entrevista completa en este enlace
¿Cómo llegó usted a Cáritas y qué lo motivó a involucrarse en esta misión social?
En un inicio, mi objetivo era trabajar en la empresa privada. Estudiaba económicas y obtenía matrículas de honor. Pero todo cambió tras una crisis industrial: vi a mi padre perder su empleo y sufrir las consecuencias. Aquello me provocó una crisis de propósito vital y también de fe. Descubrí que el mundo empresarial era feroz. Dejé los estudios para ponerme a trabajar y ayudar en casa. A los veinte años entré en Cáritas como voluntario y aquello me dio un sentido. El voluntariado me salvó. Comencé ayudando a niños, y ese compromiso en lo social —acompañar vidas que nada tenían que ver con la mía— me transformó. Pilar Malla, directora en ese tiempo, me nombró responsable de un centro de Cáritas para atender a niños tutelados. Desde entonces sigo vinculado.
¿Cómo ha cambiado el perfil de las personas que acuden a Cáritas?
Desde 1982 hasta hoy, Barcelona ha cambiado profundamente. Al inicio, quienes acudían eran familias que vivían en chabolas y provenían de distintas regiones de España. En las dos últimas décadas, la mayoría de quienes atendemos en Cáritas son latinoamericanos, aunque también llegan de África y Asia. Otro cambio importante es que antes migraba una persona sola. Ahora lo hacen familias enteras, lo que eleva todavía más su nivel de riesgo.
¿Cuáles son los desafíos sociales a los que se enfrenta Barcelona?
Barcelona es una ciudad rica y diversa, pero también profundamente desigual. Uno de los grandes desafíos es precisamente la desigualdad: hay barrios con mucho dinamismo y oportunidades, y otros donde la exclusión se transmite de generación en generación.
Otro reto es la vivienda. El acceso a un hogar digno y asequible se ha convertido en un problema estructural que afecta especialmente a las familias jóvenes y a los migrantes. A ello se suma la precariedad laboral: muchos tienen empleo, pero con condiciones tan inestables que no les permite salir adelante.
Y, por último, destacaría la soledad. No solo la de las personas mayores, que es evidente, sino también la soledad de jóvenes y familias que se sienten desconectadas, sin redes de apoyo.
¿Qué papel juegan los voluntarios en la labor diaria de Cáritas?
Los voluntarios son el corazón de Cáritas. Necesitamos que más jóvenes se acerquen y descubran que el voluntariado no solo ayuda a los demás, sino que también transforma a quien lo vive. Faltan jóvenes comprometidos que aseguren la continuidad de este espíritu y creen nuevas generaciones de voluntarios capaces de sostener el futuro de la solidaridad.
¿Cree que la sociedad actual es más o menos empática con el sufrimiento ajeno que hace una década?
Nos estamos insensibilizando, en gran parte, por la impotencia que produce un desgaste continuo. Las malas noticias nos invaden a diario y nos machacan con tanta frecuencia que generan un efecto de saturación. Ante ese bombardeo constante, muchas personas tienden a blindarse: se protegen de tanto dolor, permeándose cada vez menos del sufrimiento ajeno.
Sin embargo, cuando logramos acercar esas realidades a un rostro concreto, cuando el dolor deja de ser una estadística y se convierte en una historia personal, la empatía reaparece. La sociedad no ha perdido su capacidad de compasión, pero necesita espacios y experiencias que le devuelvan esa cercanía humana para volver a movilizarse.
A veces se acusa a las instituciones de caridad de «parchear» el sistema. ¿Qué opina usted de esa crítica?
Las entidades sociales han sostenido a la sociedad en momentos críticos. Sin ellas, probablemente habríamos vivido una revolución. Han evitado que muchas personas cayeran en la desesperación, acompañando a familias y fortaleciendo el tejido asociativo. La entrega de alimentos, por ejemplo, a través de los bancos de alimentos, permitió que miles de familias tuvieran lo mínimo para salir adelante. Esas acciones puntuales fueron, en realidad, el sostén de muchas vidas. La burocracia suele tardar demasiado en resolver problemas esenciales, y mientras tanto son estas entidades las que ofrecen una respuesta inmediata.
Cáritas colabora con entidades públicas y privadas. ¿Qué condiciones hacen posible una cooperación real y efectiva?
La colaboración solo funciona cuando no hay protagonismos y todas las partes se sienten parte del mismo equipo. Hemos comprobado que, cuando las instituciones públicas, las privadas y las entidades sociales trabajan de verdad juntas, las respuestas llegan más rápido y son más eficaces para quienes más lo necesitan.
¿Hay alguna historia que le haya marcado especialmente, y que le recuerde por qué sigue en este trabajo?
Sí, recuerdo especialmente a una señora en los tiempos de las pesetas. En el despacho que tenemos en Plaça Nova, los sábados recibíamos donaciones en persona. Ella tenía un ingreso muy pequeño y, de hecho, era una de las personas a las que ayudábamos. Sin embargo, cada mes entregaba 500 pesetas. Cuando alguien del equipo le dijo: «Pero señora, usted lo necesita», ella respondió: «Siempre hay alguien que está peor que yo». Esa generosidad, viniendo de quien menos tenía, es una de las lecciones más grandes que he recibido en mi vida. Es lo que me recuerda cada día a quienes nos debemos.
Si tuviera que transmitir un mensaje a las nuevas generaciones sobre el valor de comprometerse con los demás, ¿cuál sería?
A veces basta con una sonrisa, un saludo o un gesto de cortesía para marcar la diferencia. Reconocer a las personas, no ignorarlas. Cuando uno da lo mejor de sí, aunque sea pequeño, está contribuyendo a que la vida de alguien tenga un poco más de dignidad y de esperanza.
¿Qué le da esperanza hoy, en medio de tantas dificultades?
Lo que me da esperanza es el anhelo que tiene la mayor parte de la gente en el mundo: vivir en paz con quienes quiere, sin sentirse en peligro. La clave está en aliarnos con esa parte de luz que a veces permanece en la oscuridad. Ser luz en el mundo, sal en la tierra, levadura en el pan, como nos recuerda el Evangelio. Incluso una sola vela encendida es una gran esperanza allí donde solo hay oscuridad. Cuanta más luz sea capaz de dar, menos me marcarán las circunstancias y menos condicionarán mi vida. Y en ese gesto humilde está la raíz de la verdadera esperanza.