Como cada año, y con la llegada del frío, los medios de comunicación llenan horas de televisión y páginas enteras de diarios para tratar el drama de la pobreza energética. Incluso este año, cuando la COVID-19 lo ha eclipsado todo, ha habido momentos para abordar esta problemática.
Cómo manifestó la Relatora Especial de Vivienda de Naciones Unidas “la vivienda ha sido la primera línea de defensa contra el Coronavirus” y las medidas de confinamiento y restricciones a la movilidad han supuesto el aposento ininterrumpido en el domicilio por parte de toda la población, la cual cosa ha implicado un incremento del consumo doméstico de agua, luz y gas.
La prohibición de cortar los suministros básicos, vigente hasta el 30 de septiembre de 2020, fue una solución necesaria y una respuesta rápida a la limitación de la libertad deambulatoria, al incremento del consumo doméstico y a la necesidad de buscar soluciones para intentar evitar la parada total de la economía. Estas primeras medidas de prohibir el corte de los suministros con carácter universalista, afectaban en toda la población, con independencia de su situación económica o vulnerabilidad social. Pero esta prohibición quedó sin efectos a partir del día 30 de septiembre de 2020 volviéndose a reactivar el 23 de diciembre de 2020 y solo dirigida a personas y familias en situación de exclusión económica.
Este nuevo giro ha tenido en cuenta las reclamaciones realizadas por Cáritas en cuanto a la extensión de la normativa a todas las personas y familias en situación vulnerable, y no solo a las personas y familias que han sido golpeadas por las consecuencias económicas y sociales de la COVID-19. Según un informe publicado por Oxfam Intermon el 20,7% de la población española se encontraba en una situación de pobreza antes del confinamiento, y se prevé que si no se adoptan las medidas necesarias, podrían incrementarse en más de 1,1 millones las personas en situación de pobreza, llegando hasta los 10,9 millones de personas, un 23,07% del total de la población.
Ha pasado prácticamente un año desde el primer confinamiento total. Algunas de las medidas adoptadas inicialmente han dejado de estar en vigor y otros se han modificado. La suspensión de los cortes de suministros se ha reactivado con limitaciones; durante los meses en que no estaba en vigor esta medida se han producido cortes de suministros básicos a familias vulnerables. Somos conocedores de barrios enteros donde viven niños y niñas, gente mayor y personas vulnerables sin acceso a electricidad. Ha pasado un temporal, y la respuesta de las eléctricas ha sido subir el precio de la electricidad al segundo máximo histórico llegando hasta los 94,99€ por megawatt. Las ayudas económicas de Cáritas Diocesana de Barcelona en concepto de suministros básicos han aumentado en 22.137€ respecto al año 2019, llegando hasta los 101.649€.
Las medidas aprobadas para paliar los efectos de la pobreza energética como la renovación automática del bono social eléctrico o la prohibición de los cortes de los suministros (a nivel autonómico sigue vigente la “Ley 24/2015, de 29 de julio, de medidas urgentes para afrontar la emergencia en el ámbito de la vivienda y la pobreza energética”, que prohíbe el corte de suministro a personas en situación del vulnerabilidad residencial) han sido medidas del todo necesarias en un momento puntual pero evidentemente no son la solución al problema. Además, no existe ninguna norma legal, reglamentaría o previsión que resuelva la cuestión relativa en las deudas generadas por el consumo de los suministros durante todos estos meses de confinamiento para las personas y familias en situación de vulnerabilidad, previa y sobrevenida.
Sufrir la pobreza energética tiene muchas caras, y genera consecuencias inevitables a largo plazo. La carencia de energía eléctrica limita las posibilidades de disfrutar de una alimentación sana y equilibrada y los hogares que sufren pobreza energética cocinan menos y por tanto, comen más alimentos procesados, alimentos poco elaborados que afectan directamente al crecimiento y a la salud de los menores. Por este motivo, los niños y niñas que viven en hogares que sufren pobreza energética tienen más posibilidades de sufrir obesidad siente especialmente preocupando el efecto acumulativo y el impacto en su salud adulta, pero también tienen el doble de riesgo de sufrir enfermedades respiratorias, asma, bronquitis, alergias… hecho que aumenta las posibilidades de absentismo escolar y, por lo tanto, empeora su rendimiento. En los hogares que se sufre pobreza energética es frecuente que solo se caliente una habitación en la cual se desarrolla toda la vida familiar, donde se come, se ve la tele, pero también donde se hacen los deberes y se estudia. Una habitación ruidosa donde es más difícil concentrarse y estudiar. Así pues, la pobreza energética supone otra losa en la desigualdad de oportunidades de los niños y niñas hacia el estudio y su futuro profesional.
Si no se aborda el problema de la pobreza energética de forma estructural, cada invierno volveremos a llenar informativos y diarios de noticias sobrecogedoras. Seguiremos sin entender que la pobreza energética no es un tema estacional, sino que los que la sufren, la sufren durante todo el año.