Comprendemos mejor lo que quieren los demás si pensamos que quieren lo mismo que nosotros. La mejor manera de entender las causas de emigrar es bajo el prisma del mandato evangélico «ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39).
Cada uno de nosotros seguro que hemos vivido dos situaciones básicas, en la vida: querer ganárnosla, y querer conocer mundo. Querer conocer mundo significaría que, más allá de la necesidad, tenemos un impulso, un deseo de progresar. Podemos llegar a cambiar permanentemente de país sin que, estrictamente, tengamos necesidad de material. Una investigación sobre jóvenes de origen inmigrado en Cataluña, de 15 a 29 años, concluyó que “tienen claramente grandes expectativas de futuro, mejora personal y familiar. Valoran el hecho de que la adhesión a la sociedad catalana se fundamente en las promesas de modernidad, como la mejora de la posición social basada en el esfuerzo y la mejora de las condiciones materiales la existencia en condiciones de igualdad, sin importar el origen». Pero la búsqueda de la promesa de dignidad es también, y en ocasiones, devastadora. Una parte se dejará la vida: en el Mediterráneo y desde 2014, veintiocho mil trescientas veinte personas han desaparecido, según la Organización Internacional para las Migraciones.
No habría que mirar a los inmigrantes a nuestra casa como si no tuvieran otro remedio, como si, si pudieran, volverían pronto a su país. A la larga, la mayoría, a pesar de la añoranza, no querrán volver: lo que querrá, al igual que nosotros, es la seguridad jurídica de ir y volver cuando quiera. Por ejemplo: ganarse la vida en Cataluña e ir los veranos de vacaciones a su país, y después poder volver aquí con normalidad en septiembre y llevar puntualmente a los niños a la escuela. No interpretamos siempre la migración como sólo una necesidad material. Las causas son complejas y ambivalentes, como lo son los sentimientos íntimos de quien emigra. Como el mensaje que un migrante cualquiera puso en Facebook en el 2021 y que se viraliza: «Emigrar se case como morir, y al mismo tiempo vivir». Y si nosotros, respecto de nuestras propias necesidades («… condes amas a ti mismo»), estamos satisfechos, contentos de nuestra propia lucha, admiramos a los inmigrantes como admiramos nuestros propios esfuerzos: no los miremos ni con culpabilidad ni con paternalismo. Mirémoslos con prudencia y respeto. En la lucha diaria, somos iguales. Los que debe preocuparnos es la cohesión social. Una preocupación que no tiene que ver con los inmigrantes, sino con el conjunto de la población, con todos.
Quedémonos con una pequeña teoría de bolsillo: los extranjeros que vienen a quedarse (no como turistas) en nuestro país lo hacen por tres motivos básicos. El primer motivo: porque necesitan, ellos y sus familias, ganarse la vida. El segundo motivo: porque nosotros los necesitamos para que trabajen en nuestras empresas o en casa. Nuestra legislación de extranjería lo reconoce así, y las autorizaciones de residencia se pueden dar: porque quieres venir a trabajar y una empresa de aquí te quiere ofrecer un contrato, porque quieres venir a trabajar como autónomo, porque quieres realizar una inversión, porque quieres traer a tu familia, porque quieres estudiar aquí. Volvemos a ver cómo las causas se mezclan: se trata de razones propias de los extranjeros para venir, a la vez que también nuestras para recibirlos. La necesidad que tiene Europa de inmigrantes está más que detectada y cuantificada por la UE. Es todo un síntoma de que, por primera vez en su historia, la UE cuente con una comisaria dedicada a la demografía —la croata Dubravka Šuica—. La UE, así como muchos países europeos, trata de reaccionar a problemas como la merma de población, su envejecimiento o el despoblamiento de las zonas rurales.
Por último: el tercer motivo es: porque la persona es perseguida (los refugiados). En España, se trató de una causa no muy conocida hasta 2015, cuando mucha gente llegó huyendo de la guerra de Siria. En los últimos años se ha añadido una causa de emigrar, o, si se quiere, de huir: la causa climática. Los cambios climáticos son cada vez más intensos y hacen más daño, y también provocan más movimientos forzados de la población, que ya no puede vivir donde antes vivía, porque desaparece el sol, o se inunda o deja de ser productivo agrícolamente. En 2023 ha ocurrido algo de gran importancia simbólica, el reconocimiento, por primera vez, de una vía legal de refugio basada en el cambio climático. Doscientas ochenta personas de Tuvalu, un estado insular del Pacífico, fueron admitidas por Australia como refugiadas climáticas. Las cifras futuras de los migrantes del medio ambiente son todavía demasiado inciertas. Un reciente informe del Parlamento Europeo estimaba que, en 2050, entre veinticinco y mil millones de personas se habrán visto forzadas a migrar por esta causa.