Como respuesta a la intemperie y las incertidumbres que experimentamos en este momento social y eclesial, la propuesta de nuestra Iglesia consiste en recomponer los vínculos, tejer redes y reconstruir una cultura de la fraternidad
Es una respuesta dinámica, más preocupada en iniciar procesos de conversión personal, pastoral y relacional que en ocupar espacios, más interesada en salir y conectar con todo lo que contribuya a la defensa y cuidado de la vida, que en replegarse en los cuarteles de invierno. Resulta una propuesta contracultural pero necesaria. A contracorriente de los procesos deshumanizadores, transhumanizadores, individualistas, desencarnados, ideológicamente colonizados por uno u otro signo. Nosotros leemos las migraciones como el lugar en el que Dios se está revelando. Las migraciones, observatorio que permite confirmar que todo está conectado en el mundo. Ya no queda apenas parroquia, pueblo o barrio donde la diversidad no sea visible. Esto asusta a unos pocos. Sobre todo, cuando se trata de religiones o costumbres que extrañan por desconocimiento. Se abonan los miedos, se invoca la seguridad como paradigma al que sacrificarlo todo. La seguridad nacional es compatible con la fraternidad universal. No son el problema las personas migradas sino las causas que provocan las migraciones, a menudo conectadas con nuestras economías y políticas, y el enfoque de gobernanza que no asume una visión integral del asunto, que no explora alternativas globales legales y seguras, que no garantiza “el derecho a no tener que migrar”.
El papa Francisco dice que “el gran enemigo de la fe no es la inteligencia, ni la razón, como por desgracia alguien sigue repitiendo obsesivamente, el gran enemigo de la fe es el miedo”. Si tenemos miedo al otro, a lo diferente, o nos atrincheramos en el miedo, ¿cómo nos relacionamos con Dios, con los demás, con el mundo, con uno mismo? Cristo lo ha dicho muchas veces y la Iglesia lo repite constantemente: ¡No tengáis miedo!
Ante la realidad de las migraciones, la vacuna contra el miedo es profundizar en la catolicidad. Comprender que el proyecto de Dios sobre la humanidad y sobre su Pueblo es la comunión, la fraternidad, la cultura de la vida. Ser católico significa compartir la misma fe y profundizar en la universalidad que dibuja un mosaico culturalmente diverso. La catolicidad se desarrolla cuando hacemos nuestro el programa pastoral de San Juan Pablo II para el Tercer Milenio, la “civilización del amor”. Con humildad, liberándonos de la pretensión de construir comunidades ideales o, como dice el papa Francisco, eliminando aduanas; con realismo, con los nombres y las historias de quienes comparten espacio y procesos con nosotros. Construyendo un nosotros cada vez mayor.
En el Evangelio aprendemos que Jesús, en el “diálogo final” que define a sus discípulos, no pregunta sobre nuestra identidad nacional sino con quien nos hemos identificado.
¿Con quién me identifico? ¿Cómo me relaciono con Dios, con los hermanos en la fe, con los vecinos, con los demás, con el mundo, conmigo mismo? ¿Qué vínculos soy o somos capaces de generar?
La espiritualidad cristiana no es una espiritualidad desencarnada. Así nos lo enseña el Evangelio y así lo vemos en la vida de tantas mujeres y hombres santos.
Muchas personas desconocen la historia de la Iglesia, sus orígenes, su desarrollo, su mestizaje y pluralidad cultural desde el principio, su relación con la itinerancia y la movilidad humana. Una movilidad que hunde sus raíces en la historia del pueblo hebreo. Cuando se redescubre la historia de la salvación y la catolicidad, la mirada cambia, lo extraño se convierte en lo habitual, lo ajeno y lo propio, en lo compartido.
Así nos lo muestra Alina, que la mañana después de saber que su pueblo natal había sido arrasado por la guerra no dejó de venir a la clase de español para compartir su dolor y recibir el apoyo de las compañeras de cuatro nacionalidades distintas. O la trabajadora de Cáritas en el hogar de acogida de Aisha, que acompaña su soledad y le abraza mientras vemos la foto de su madre anciana hospitalizada en Pakistán. Aisha, mujer valiente que llegó hace mes y medio sola con su hija para salvarle la vida de una terrible amenaza. Gestos cotidianos y habituales bajo el techo de una Iglesia que acompaña, protege e integra. Que construye en las relaciones cotidianas la civilización del amor. El Resucitado nos enseña que, si existe comunión en el sufrimiento, puede haber mayor comunión en la esperanza. La proximidad nos salva.
¿Cómo me relaciono? Si respondemos de la mano de Jesús, la respuesta nos lleva lejos, nos abre a la conversión de las relaciones. Repensando el modo de relacionarnos estaremos testimoniando y anunciando el Evangelio de la vida, el Dios amor y Padre de todos. Contribuiremos como las “células madre” a regenerar el tejido social, haciendo más humano y habitable el mundo que Dios nos ha confiado.